Antes de ir al cole todo era realmente fantástico. Hasta los dos años y medio se puede decir que fui un ser completamente feliz. Los días transcurrían plácidamente entre seres conocidos y amables, sin horarios, sin obligaciones.
Mis felices rutinas pasaban por bajar con las chicas a hacer la compra, normalmente al mercado de Ventas donde todos los tenderos me adoraban. Era como un pueblecito. Para llegar, había que atravesar el puente de Ventas. Si llovía, aquello era un lodazal. Durante unos cuantos años las obras de la M-30 estabuieron paradas. Cruzar al otro lado del Arroyo Abroñigal era como volver a Extremadura. Los puestos del mercado eran muy curiosos. Había uno, todo cerrado con reja gallinera, cuya única misión consistía en moler el pan duro que llevábamos. El de la frutera era mi favorito, aquella mujer era de Coria y siempre me regalaba alguna pieza pequeña de fruta. Tenía una hija o dependienta muy guapa que se pintaba como un loro. En otro puesto había aceitunas. Otro se dedicaba a coger puntos a las medias. Todos me querían en aquel mercado y me llamaban por mi apodo.
Otra de mis rutinas era ir al parque con mi cuidadora Toriqui o con mi madre. Si me llevaba mi madre yo jugaba con la arena mientras ella leía una novela de "Angélica", si me llevaba Toriqui me quedaba pendiente de a ver qué pasaba con sus múltiples pretendientes, normalmente soldados. Toriqui terminó casándose con uno de aquellos soldados aunque yo hubiera preferido que hubiera sido alguno de los bomberos del Cuartel nº2 que la piropeaban compulsivamente al pasar. Seguro que me hubieran dejado pasar y montarme en un camión...
Los fines de semana solíamos ir Marcela y yo a un edificio de la C/ Jorge Juan donde su hija trabajaba de portera. El trayecto era apasionante, especialmente cuando pasábamos por la Cárcel de Mujeres. En la puerta principal, junto a las celadoras, solía haber dos o tres reclusas haciendo limpieza. Siempre me decían cosas agradables como "que niño tan guapo" y cosas así. En ocasiones, las celadoras nos dejaban pasar un rato hasta el patio para que las otras reclusas me vieran. A mí me parecían unas presas buenísimas y no entendía que hacían allí presas. Por otra parte yo no las veía especialmente tristes. Sólo había un pero que no me acaba de hacer ninguna gracia: olía fatal.
En la casa de Jorge Juan lo pasábamos bastante bien. Ángeles y su marido Enrique, los porteros, tenían una mini-vivienda en el ático. Allí Enrique había construido con deshechos unas jaulas y criaba gallinas y conejos. También tenía una tabla con rodamientos que hacía de vehículo para mí y para sus hijos. En los años 60, la parte de Jorge Juan que inda a la Fuente del Berro era muy humilde, se hacía vida de pueblo y siempre había tertulia con los vecinos. Los domingos por la tarde yo era uno más de aquella familia.